domingo, febrero 12, 2006

OTRA MUERTE COMO COMIENZO DE NUEVA VIDA

El jueves pasado falleció mi suegra, doña Delfina Rozas Ayala. Tenía 86 años. Para sus nietos era la Lalita, forma de llamarla que se extendió por toda la parentela y entre las innumerables amistades que tuvo. Su partida no fue un final cualquiera. Fue la culminación de un proceso largo. Contarlo, así sea brevemente, es mi homenaje a ella.
Aparte de ser madre de mi esposa y de otros dos hijos, y de pertenecer a una familia con mayoría de mujeres, todas valiosas y que supieron abrirse camino en la vida en circunstancias muchas veces difíciles, ella protagonizó una increíble batalla por su vida, después que le diagnosticaran un mal que debería llevársela a la tumba, dijeron los médicos, no más allá de tres años después. Parece increíble, pero ¡vivió casi treinta años tras recibir esa noticia! ¿Cómo lo hizo? Aunque todavía sus familiares nos hacemos esta pregunta una y otra vez, no logramos dar con una respuesta satisfactoria. Tal vez sólo ella sepa el secreto completo. Y como ya no estará más en esta dimensión terrenal en la que vivimos para revelarlo, quizá nunca sepamos toda la verdad. Sin embargo, vale la pena dar algunas pistas.
Por de pronto, ella aceptó el diagnóstico sobre el mal que padecía con su hígado, pero hizo caso omiso al plazo fatal pronosticado. A cambio de ello y con gran aplomo y seguridad, tomó en serio el cuidado recomendado y agregó, de propia cosecha, algunos pasos adicionales. Sin perder nunca su buen apetito, sus diarias y abundantes aguas de yerbas, que solía cultivar ella misma, se hicieron proverbiales y, desde ahora, estoy seguro, pasarán a ser legendarias en la familia. Escogió también una vida de ejercicios. Caminaba bastante y, si tenía la oportunidad de encontrar una piscina con agua temperada, no vacilaba en bañarse y nadar. Lo hizo en numerosas ocasiones. En un momento de su vida en que nos acompañó en Venezuela por varios meses, se sambullía regularmente todos los días y por largo rato.
Tuve una relación de mucho cariño con ella y siempre compartimos algo de humor, ¡incluso del negro! Este último alcanzó su máxima expresión cuando me dijo una vez, al despedirme de ella por unos meses, que no la vería más, porque se iba a morir antes de mi regreso. Cuando volví a verla me miró con picardía y, como dándome explicaciones y pidiéndome perdón, me señaló: "Lo engañé. Aquí sigo todavía." Esa vez la abracé y nos reímos. Pero, al despedirme unos días después para otra separación larga, volvió a anunciarme lo mismo. Fue entonces cuando le dije: "Como usted es poco seria y no cumple su palabra, voy a volver a verla." A partir de entonces -¡y durante años!- este humor negro se repitió una y otra vez. Creo que este juego le gustaba, porque palpaba su triunfo sobre una muerte temprana. Fue así como pasaron muchos años.
Vio morir a su esposo hace 21 años y a muchos otros parientes y amigos. Sufrió esos hechos como todos, pero no vaciló en seguir viviendo hasta donde le dieran las fuerzas. El jueves pasado se apagó literalmente, sin angustias ni dolores. Su cuerpo no resistió más. Pero, como ya lo hemos reflexionado antes en torno a la muerte de nuestra hija Marcela y de mi hermano Gustavo, es sólo el cuerpo el que falló. Su alma, su ser más profundo, que es inmortal, ya se ha liberado de esta dimensión terrenal y vuela al encuentro de la eternidad insondable. Lo que todavía es misterio para nosotros, es ya una viva y luminosa realidad para ella. Una nueva vida, la definitiva, ha comenzado. Se acabaron sus sufrimientos y ya experimenta el gozo de su plena libertad. Le costó dejarnos. Nos costó separarnos de ella. Pero podemos estar tranquilos: descansó después de una larga vida y ahora vive la paz eterna.

2 Comments:

At 1:36 p. m., Anonymous Anónimo said...

Otto lo siento de veras, aunque no la conocí, su temple , el cual tu señalas es algo de lo cual todos deberiamos tener o aprender a cultivar.

Un abrazo

Eduardo Pastén

 
At 5:06 p. m., Blogger Montserrat Nicolás said...

Otto,

Me acuerdo de Gustavo en una fiesta apostófica que mi padre echo la casa por la ventana en pos de su cumpleaños. Un asado que duró por lo menos 12 horas y ahí conocí a Gustavo, simpático y lleno de cuentos.

No sé por qué te lo cuento. Bueno, saludos igual,

 

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